Allí, en un bosquecillo rodeado de flores, duerme el hermafrodita, con un sueño profundo, sobre la hierba humedecida por sus lágrimas. La luna ha desprendido su disco de la masa de nubes y acaricia con sus pálidos rayos ese dulce rostro de adolescente. Sus facciones expresan tanto la más viril energía como la gracia de una virgen celeste. Nada parece natural en él, ni siquiera los músculos de su cuerpo, que se abren paso a través de los armoniosos contornos de formas femeninas. Tiene el brazo doblado sobre la frente, y apoyada en el pecho su otra mano, como para contener los latidos de un corazón cerrado a todas las confidencias y abrumado por el pesado fardo de un secreto eterno. Cansado de la vida, avergonzado de caminar entre seres que no se le parecen, la desesperación ha hecho presa en su alma, y por eso se va solo, como el mendigo del valle. ¿Cómo se procura los medios de subsistencia? Almas compasivas velan por él, sin que sospeche de tal vigilancia, y no le abandonan; ¡es tan bueno, tan resignado! A veces dialoga gustoso con aquellos que ostentan un carácter sensible, sin tocarles la mano, y manteniéndose a distancia, en el temor de un peligro imaginario. Si se le inquiere por qué ha tomado a la soledad por compañera, sus ojos se elevan hacia el cielo y retienen, a duras penas, una lágrima de reproche contra la Providencia; pero no responde a esa imprudente pregunta que derrama, sobre la nieve de sus párpados, el rubor de la rosa matinal. Si la entrevista se prolonga, comienza a inquietarse, vuelve sus ojos a los cuatro puntos del horizonte, como para intentar huir de la presencia de un enemigo invisible que se aproxima, efectúa con la mano un brusco gesto de adiós, se aleja en las alas de su despierto pudor, y desaparece en el bosque. Generalmente se le toma por loco. Cierto día, cuatro hombres enmascarados, que habían recibido órdenes, se arrojaron sobre él y lo ataron firmemente, de manera que sólo pudiese mover las piernas. El látigo abatió su rudo cuero sobre su espalda, y le obligaron a dirigirse sin demora hacia el camino que lleva a Bicêtre. Sonrió al recibir los golpes, y les habló con tanto sentimiento e inteligencia sobre muchas ciencias humanas que había estudiado, y que denotaban una gran instrucción en aquel que aún no había franqueado el umbral de la juventud, así como sobre el destino de la humanidad, con lo cual desnudó por completo la poética nobleza de su alma, que sus guardianes, horrorizados por la acción que acababan de cometer, desataron sus rotos miembros, se arrastraron a sus pies solicitando un perdón que les fue concedido, y se alejaron dando muestras de una veneración que de ordinario no se ofrenda a los hombres. Desde aquel acontecimiento, del que se habló mucho, todos adivinaron su secreto, pero se simula ignorarlo para no aumentar sus sufrimientos; y el gobierno le otorga una honrosa pensión para que olvide que por un momento se le quiso internar a la fuerza, sin previa verificación, en un hospicio de alienados. Él sólo emplea la mitad de ese dinero; el resto se lo da a los pobres. Cuando divisa un hombre y una mujer paseando por alguna avenida flanqueada de plátanos, siente que su cuerpo se divide en dos, de abajo arriba, y que cada nuevo fragmento va a abrazar a uno de los paseantes; pero esto no es más que una alucinación, y la razón no tarda en recuperar el dominio. Ése es el motivo por el cual no mezcla su presencia ni entre los hombres ni entre las mujeres: pues su excesivo pudor, nacido en la idea de que no es sino un monstruo, le impide conceder su ardiente simpatía a nadie. Creería profanarse, y creería profanar a los otros. Su orgullo le repite este axioma: «Que cada uno permanezca en su naturaleza». Su orgullo, he dicho, porque teme que uniendo su vida a un hombre o a una mujer se le reproche, tarde o temprano, como una falta enorme, la conformación de su organismo. En consecuencia, se atrinchera en su amor propio, ofendido por esa suposición impía que no proviene más que de sí mismo, y persevera en su voluntad de seguir solo, en medio de los tormentos, y sin consuelo. Allí, en un bosquecillo rodeado de flores, duerme el hermafrodita, con un sueño profundo, sobre la hierba humedecida por sus lágrimas. Las aves, despiertas, contemplan arrebatadas ese semblante melancólico a través de las ramas de los árboles, y el ruiseñor no quiere dejar oír sus cavatinas de cristal. El bosque se ha vuelto augusto como una tumba por la presencia nocturna del infortunado hermafrodita. ¡Oh, viajero extraviado!: por el espíritu de aventura que te hizo abandonar a tu padre y a tu madre desde la más tierna edad; por los sufrimientos que, en el desierto, te ha causado la sed; por tu patria, a la que quizás buscas tras haber errado durante tanto tiempo, proscrito, por naciones extranjeras; por tu corcel, tu fiel amigo, que ha soportado contigo el exilio y la intemperie de los climas que tu humor vagabundo te hacía recorrer; por la dignidad que dan al hombre los viajes por tierras lejanas y mares inexplorados, en medio de hielos polares o bajo la influencia de un tórrido sol, no toques con tu mano, como con un estremecimiento de la brisa, esos bucles de cabello que se desparraman por el suelo, mezclándose con la verde hierba. Aléjate varios pasos: harás mejor de ese modo. Esa cabellera es sagrada; el mismo hermafrodita lo ha querido así. No desea que labios humanos besen religiosamente esos cabellos perfumados por el soplo de la montaña, ni tampoco su frente, que resplandece, en este instante, como las estrellas del firmamento. Pero es mejor creer que se trata de una estrella que ha descendido de su órbita, atravesando el espacio, para posarse sobre esa frente majestuosa a la que envuelve, como una aureola, con su claridad diamantina. La noche, apartando con los dedos su tristeza, se reviste de todos sus encantos para celebrar el sueño de esta encarnación del pudor, de esta perfecta imagen de la inocencia de los ángeles: el rumor de los insectos es menos perceptible. Las ramas inclinan sobre él su frondosa elevación a fin de preservarle del rocía, y la brisa, haciendo resonar las cuerdas de su arpa melodiosa, envía sus dulces acordes, a través del silencio universal, hacia esos párpados cerrados, que creen asistir, inmóviles, al cadencioso concierto de los mundos suspendidos. Sueña que es feliz, que su conformación corporal ha cambiado, o que, al menos, ha echado a volar, sobre una nube púrpura, hacia otra esfera, habitada por seres de su misma naturaleza. ¡Ay, que su ilusión se prolongue hasta el despuntar de la aurora! Sueña que las flores danzan a su alrededor en una ronda, como inmensas guirnaldas alocadas, y que lo impregnan con sus suaves perfumes mientras él canta un himno de amor entre los brazos de un ser humano de una belleza mágica. Pero lo que sus brazos estrechan es sólo un vapor crepuscular, y, cuando despierte, sus brazos no lo estrecharán ya más. ¡No despiertes, hermafrodita!; no despiertes aún, te lo suplico. ¿Por qué no quieres creerme? Duerme... sigue durmiendo. Que tu pecho se ensanche persiguiendo esa quimérica esperanza de felicidad: yo te lo permito; pero no abras tus ojos. ¡Ah, no abras tus ojos! Quiero dejarte así, para no ser testigo de tu despertar. Quizás un día, con la ayuda de un voluminoso libro, en conmovidas páginas, cuente tu historia, asustado por lo que contiene y por las enseñanzas que de ella se desprenden. Hasta hoy, no he podido hacerlo, pues, cada vez que lo he intentado, abundantes lágrimas caían sobre el papel, y mis dedos temblaban sin que se debiera ello a la vejez. Pero anhelo encontrar, por fin, el valor. Estoy indignado de no tener más nervio que una mujer y desvanecerme, como una niña, cada vez que reflexiono sobre tu enorme miseria. Duerme... sigue durmiendo; ¡pero no abras tus ojos! ¡Adiós, hermafrodita! Ningún día dejaré de rezar al cielo por ti (si fuese por mí, no rezaría jamás). ¡Que la paz sea en tu seno!