Una familia rodea una lámpara colocada sobre una mesa:

–Hijo mío, alcánzame las tijeras que se hallan sobre aquella silla.

–No están, madre.

–Ve a buscarlas, entonces, a la otra habitación. ¿Recuerdas aquella época, mi dulce dueño, en que hacíamos votos para tener un niño en el que pudiésemos nacer una segunda vez y que fuese el sostén de nuestra vejez?

–La recuerdo, y Dios nos ha escuchado. No podemos quejarnos de nuestra suerte sobre esta tierra. Cada día bendecimos a la Providencia por sus beneficios. Nuestro Edouard posee todas las gracias de su madre.

–Y las viriles cualidades de su padre.

–Aquí están las tijeras, madre; por fin las he encontrado.

Vuelve a su trabajo... Pero alguien se encuentra en la puerta de entrada y contempla, durante unos instantes, el cuadro que se ofrece a sus ojos:

–¿Qué significa este espectáculo? Hay mucha gente que es menos feliz que ésta. ¿En qué razonamiento fundan su amor por la existencia? Aléjate, Maldoror, de este hogar apacible; tu lugar no es aquí.

¡Se ha retirado!

–No sé cómo ocurrió, pero siento que las facultades humanas libran combate dentro de mi corazón. Mi alma se halla inquieta, y no sé por qué; la atmósfera es pesada.

–Mujer, experimento las mismas sensaciones que tú; temo que nos sobrevenga alguna desgracia. Pero tengamos confianza en Dios: en él está la suprema esperanza.

–Madre, apenas puedo respirar; me duele la cabeza.

–¡También tú, hijo mío! Te mojaré la frente y las sienes con vinagre.

–No, mi buena madre...

Vedle; apoya su cuerpo en el respaldo de la silla, fatigado.

–Algo se revuelve en mí, algo que no sabría explicar. Ahora la menor cosa me contraría.

–¡Qué pálido estás! No llegará el fin de esta velada sin que algún evento funesto nos hunda a los tres en el lago de la desesperación.

Se oyen en la lejanía prolongados gritos del más punzante dolor.

–¡Hijo mío!

–¡Ah, madre!... ¡tengo miedo!

–¡Dime pronto si sufres!

–Madre, no sufro... No digo la verdad.

El padre no sale de su asombro:

–He ahí los gritos que se escuchan, a veces, en el silencio de las noches sin estrellas. Aunque oigamos esos gritos, el que los lanza, sin embargo, no está cerca de aquí, pues esos gemidos se pueden oír a tres leguas de distancia, transportados, por el viento, de una ciudad a otra. Me habían hablado con frecuencia de este fenómeno, pero nunca había tenido ocasión de juzgar por mí mismo su veracidad. Mujer, me hablas de desgracia: si ha existido una verdadera desgracia en la larga espiral de los tiempos, es la desgracia de aquel que perturba ahora el sueño de sus semejantes...

Se oyen en la lejanía prolongados gritos del más punzante dolor.

–Quiera el cielo que su nacimiento no sea una calamidad para su país, que le ha expulsado de su seno. Va de región en región, aborrecido por todos. Unos dicen que le abruma una especie de locura hereditaria, desde su infancia. Otros creen saber que es de una crueldad extrema e instintiva, de la que él mismo se avergüenza, y que por ello sus padres murieron de dolor. Los hay quienes pretenden que se lo ha afrentado al dársele un sobrenombre en su juventud, y que permanece ya inconsolable por el resto de su existencia, pues su dignidad herida ha visto en ello una prueba flagrante de la maldad de los hombres, que aparece en los primeros años para ir aumentando luego. Ese sobrenombre era "el vampiro"...

Se oyen en la lejanía prolongados gritos del más punzante dolor.

–Añaden que, días y noches, sin tregua ni reposo, unas pesadillas horrendas le hacen sangrar por la boca y las orejas, y que los espectros se sientan a la cabecera de su lecho y le arrojan a la cara, impulsados, a su pesar, por una fuerza desconocida, a veces con una voz dulce, otras con una voz semejante a los rugidos de los combates, con una persistencia implacable, ese sobrenombre siempre vivo, siempre horrendo, que no perecerá sino con el universo. Algunos han incluso afirmado que es el amor lo que le ha reducido a ese estado, o que tales gritos son testimonio de su arrepentimiento por algún crimen sepultado en la noche de su misterioso pasado. Pero la mayoría piensa que un orgullo inconmensurable le tortura, como antaño a Satán, y que querría igualar a Dios...

Se oyen en la lejanía prolongados gritos del más punzante dolor.

–Hijo mío, éstas son confidencias excepcionales; lamento el que a tu edad las hayas escuchado, y espero que no imites jamás a ese hombre.

–¡Habla, oh, mi Edouard; responde que no imitarás jamás a ese hombre!

–Oh, madre bienamada, a quien debo la vida, te prometo, si la santa promesa de un niño tiene algún valor, que no imitaré jamás a ese hombre.

–Perfecto, hijo mío; hay que obedecer a la madre de uno en todo.

No se oyen ya los gemidos.

–Mujer, ¿has terminado tu trabajo?

–Todavía debo darle unas puntadas más a esta camisa, aunque hayamos prolongado hasta tan tarde la velada.

–Tampoco yo he terminado un capítulo que comencé. Aprovechemos las últimas luces de la lámpara, pues ya casi no queda aceite, y acabemos nuestras respectivas tareas.

El hijo exclama:

–¡Si Dios quiere!

–Ángel radiante, ven a mí; te pasearás por los prados de la mañana a la noche; no trabajarás nunca. Mi magnífico palacio está construido con muros de plata, columnas de oro y puertas de diamante. Te acostarás cuando quieras, al son de una música celeste, sin rezar tus plegarias. Cuando, al amanecer, el sol muestre sus rayos resplandecientes, y la alegre alondra se lleve consigo su grito hasta perderse de vista por los aires, podrás aún permanecer en tu lecho hasta que te canses de ello. Caminarás por las alfombras más preciosas; te envolverá constantemente una atmósfera compuesta por las perfumadas esencias de las más aromáticas flores.

–Es hora de que descansen el cuerpo y el espíritu. Levántate, madre de familia, sobre tus tobillos musculosos. Es justo que tus rígidos dedos suelten ya la aguja de exagerado trabajo. Los extremos nada bueno tienen.

–¡Oh, cuán dulce será tu existencia! Te daré un anillo encantado; cuando hagas girar su rubí, te volverás invisible, como los príncipes en los cuentos de hadas.

–Devuelve tus armas cotidianas al armario protector mientras, por mi lado, arreglo mis cosas.

–Cuando lo restituyas a su posición original, reaparecerás tal como la naturaleza te ha formado, oh joven mago. Y esto porque te amo y aspiro a darte la felicidad.

–Vete, quien quiera que seas; no me tomes por los hombros.

–Hijo mío, no te duermas aún, acunado por los sueños de la infancia: la oración común no ha comenzado, y tus ropas no han sido colocadas cuidadosamente sobre una silla... ¡De rodillas! Eterno creador del universo, muestras tu inagotable bondad hasta en las cosas más pequeñas...

–¿No te gustan, pues, los límpidos arroyuelos por los que se deslizan miles de pececillos rojos, azules y plateados? Los atraparás con una red tan hermosa que los atraerá por sí misma hasta estar bien llena. Desde la superficie verás brillantes piedrecillas, más pulidas que el mármol.

–Madre, mira esas zarpas: desconfío de él; mas mi conciencia está tranquila, pues no tengo nada que reprocharme.

–Aquí nos ves, prosternados a tus pies, abrumados por el sentimiento de tu grandeza. Si algún pensamiento orgulloso se insinúa en nuestra imaginación, lo rechazamos de inmediato con la saliva del desdén y te lo sacrificamos irremisiblemente...

–Te bañarás en ellos, acompañado por chiquillas que te estrecharán entre sus brazos. Una vez terminado el baño, te trenzarán coronas de rosas y claveles. Tendrán transparentes alas de mariposa y largos cabellos ondulados que flotarán en torno a la gentileza de sus frentes.

–Aunque tu palacio fuera más hermoso que el cristal, no dejaría esta casa para seguirte. Creo que no eres más que un impostor, pues me hablas en voz baja por miedo a ser oído. Abandonar a los padres de uno es una mala acción. No soy yo quien se comportará como un hijo ingrato. En cuanto a tus chiquillas, ellas no son más bellas que los ojos de mi madre.

–Toda nuestra vida ha sido consagrada a las alabanzas de tu gloria. Y así como lo hemos hecho hasta hoy, así lo haremos hasta el momento en el que recibamos de ti la orden de abandonar esta tierra...

–Ellas te obedecerán al menor gesto, y sólo pensarán en complacerte. Si deseas el ave que nunca reposa, te la traerán. Si deseas el carruaje de nieve que lleva hasta el sol en un abrir y cerrar de ojos, te lo traerán. ¿Qué cosa podrían ellas negarte? Te traerían, incluso, la cometa, grande como una torre, que se ha escondido en la luna, y de cuya cola están suspendidos, por hilos de seda, pájaros de todas las especies. Ten cuidado... escucha mis consejos.

–Haz lo que desees; no quiero interrumpir mi plegaria para pedir socorro. Aunque tu cuerpo se evapora cuando quiero alejarlo, te aseguro que no te temo.

–Ante ti nada es grande, a no ser la llama que exhala un corazón puro...

–Piensa en lo que te he dicho, si no deseas arrepentirte.

–Padre celestial, conjura, conjura las desgracias que puedan caer sobre nuestra familia...

–¿No quieres, pues, retirarte, espíritu malvado?

–Protege a esa esposa querida, que me ha consolado en mis desalientos...

–Puesto que me rechazas, te haré llorar y rechinar los dientes como un ahorcado.

–Y a ese hijo amante, cuyos castos labios apenas se entreabren a los besos de la aurora de la vida...

–¡Madre, me estrangula!... ¡Padre, socórreme!... ¡Ya no puedo respirar!... ¡Vuestra bendición!

Un grito de inmensa ironía se eleva por los aires. Ved cómo las águilas, aturdidas, caen, de lo alto de las nubes, dando vueltas sobre sí mismas, literalmente fulminadas por la columna de aire.

–¡Su corazón ya no late!... ¡Y ella ha muerto al mismo tiempo que el fruto de sus entrañas, fruto que ya no reconozco, tanto se ha desfigurado!... ¡Esposa mía!... ¡Hijo mío!... Recuerdo un lejano tiempo en el que fui esposo y padre.

Se había dicho, ante el cuadro que se ofrecía a sus ojos, que no soportaría esa injusticia. Si era eficaz el poder que le han concedido los espíritus infernales, o, mejor, el que extrae de sí mismo, aquel niño, antes de que la noche terminara, no debía ya existir.

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