Tomo la pluma que construirá el segundo canto, instrumento arrancado de las alas de algún pigargo rojo. Pero... ¿qué les pasa a mis dedos? Las articulaciones quedan paralizadas en cuanto comienzo mi trabajo. Sin embargo, necesito escribir... ¡Es imposible! Pues bien, repito que necesito escribir mi pensamiento: tengo derecho, como cualquier otro, a someterme a esta ley natural... Pero no, pero no, la pluma permanece inerte... Mirad, ved ahora, a través de los campos, el relámpago que brilla a lo lejos. La tormenta recorre el espacio. Llueve... Sigue lloviendo... ¡Cómo llueve!... Un rayo ha estallado, se ha abatido por mi ventana entreabierta y me ha derribado sobre el suelo, herido en la frente. ¡Pobre joven!, tu rostro estaba ya bastante maquillado por las arrugas precoces y la deformidad innata como para necesitar, además, de esta larga cicatriz sulfurosa. (Acabo de suponer que la herida está curada, lo cual no sucederá tan pronto.) ¿Por qué esta tormenta, y por qué la parálisis de mis dedos? ¿Es una advertencia de lo alto para impedirme escribir, para hacerme considerar mejor aquello a lo que me expongo al destilar la baba de mi boca cuadrada? Pero esta tormenta no me ha causado temor. ¡Qué me importaría una legión de tormentas! Esos agentes de la policía celestial cumplen con celo su penoso deber, si juzgo sumariamente por mi frente herida. No tengo que agradecerle al Todopoderoso su notable habilidad: ha enviado el rayo con objeto de cortar mi rostro precisamente en dos a partir de la frente, lugar donde la herida ha sido más peligrosa; ¡que otro le felicite! Pero las tormentas atacan a alguien más fuerte que ellas. Así pues, horrible Eterno, de rostro de víbora, ha sido necesario que, no satisfecho con haber situado a mi alma entre las fronteras de la locura y de los pensamientos de furor que matan en forma lenta, hayas creído, además, conveniente para tu majestad, tras maduro examen, hacer brotar de mi frente una copa de sangre. Pero, en fin, ¿quién te lo reprocha? Sabes que no te amo y que, por el contrario, te odio: ¿por qué insistes? ¿Cuándo querrá tu conducta dejar de envolverse en las apariencias de la extravagancia? Háblame francamente, como a un amigo: ¿es que no sospechas, por fin, que muestras, en tu persecución odiosa, un ingenuo apresuramiento cuyo completo ridículo ninguno de tus serafines osaría poner de relieve? ¿Qué cólera te domina? Te aseguro que, si mi permitieras vivir al abrigo de tus persecuciones, mi agradecimiento te pertenenecería... Vamos, Sultán, líbrame con tu lengua de esta sangre que ensucia el entarimado. El vendaje ya está terminado; mi restañada frente ha sido lavada con agua salada, y he cruzado con vendas mi rostro. El resultado no es gran cosa: cuatro camisas cubiertas de sangre y dos pañuelos. No parecía, a primer golpe de vista, que Maldoror tuviese tanta sangre en sus arterias, pues en su semblante sólo brillan reflejos cadavéricos. Pero, en fin, así es. Quizás se trate aproximadamente de toda la sangre que su cuerpo podía contener, y es probable que no le quede ya mucha. ¡Basta, basta, perro ávido: deja el entarimado tal como está; tienes el vientre lleno! No debes continuar bebiendo: no tardarías en vomitar. Estás convenientemente harto; ve a tenderte en la cucha y considérate nadando en la dicha, pues no pensarás en el hambre por al menos tres inmensas jornadas gracias a los glóbulos que, con una satisfacción solemnemente visible, has hecho pasar por tu gaznate. Tú, Léman, toma una escoba; yo también querría tomar una, pero no tengo fuerzas. ¿Comprendes, verdad, que no tenga fuerzas? Devuelve tus llantos a su vaina, o creeré, si no, que no tienes el valor para contemplar, con sangre fría, la gran cicatriz ocasionada por un suplicio ya perdido para mí en la noche de los tiempos pasados. Irás a buscar dos cubas de agua a la fuente. Una vez lavado el entarimado, pondrás esta ropa blanca en la habitación contigua. Si la lavandera viene esta noche, como debe hacerlo, se la entregarás; pero como desde hace una hora ha llovido mucho, y sigue lloviendo, no creo que salga de su casa, de modo que vendrá mañana por la mañana. Si te pregunta de dónde procede toda esa sangre, no estás obligado a responderle. ¡Oh, qué débil estoy! No importa; tengo sin embargo la fuerza para levantar la pluma y el valor para hurgar en mi pensamiento. ¿De qué sirvió al Creador molestarme, como si yo fuese un niño, con una tormenta portadora de rayos? No he abandonado por ello mi resolución de escribir. Estas vendas me fastidian, y la atmósfera de mi cámara exhala sangre...

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