Hay que dejarse crecer las uñas durante quince días. ¡Oh!, qué dulce es entonces arrancar brutalmente de su lecho a un niño que nada tiene todavía sobre el labio superior y, con los ojos bien abiertos, simular que se le pasa suavemente la mano por sobre la frente, echando hacia atrás sus hermosos cabellos. Luego, súbitamente, en el momento en el que menos se lo espera, hundir las largas uñas en su tierno pecho, de modo tal que no muera, pues, si muriese, no se tendría más tarde el espectáculo de sus miserias. A continuación, beber la sangre lamiendo sus heridas; y durante ese tiempo, que debería durar tanto como dura la eternidad, el niño llora. Nada es tan bueno como su sangre, extraída como acabo de explicar, y bien caliente aún, a no ser sus lágrimas, amargas como la sal. Hombre, ¿no has probado nunca tu sangre cuando, por azar, te has cortado un dedo? Qué buena es, ¿verdad?, pues no tiene gusto alguno. Además, ¿no recuerdas haberte llevado un día, entre lúgubres reflexiones, la mano, con el fondo ahuecado, hacia tu enfermizo rostro mojado por lo que de tus ojos caía, mano que luego se dirigió fatalmente a tu boca, que bebió a largos tragos, de esa copa temblorosa como los dientes del alumno que mira de soslayo a aquel que nació para oprimirlo, las lágrimas? Qué buenas son, ¿verdad?, pues tienen el gusto del vinagre. Diríanse las lágrimas de la que más ama, pero las lágrimas del niño son las mejores al paladar. Él no traiciona, pues no conoce aún el mal; la que más ama tarde o temprano traicionará... Lo adivino por analogía, aunque ignoro lo que es la amistad o el amor (es probable que jamás los acepte; al menos, no de parte de la raza humana). Así pues, ya que tu sangre y tus lágrimas no te desagradan, aliméntate, aliméntate con confianza de las lágrimas y la sangre del adolescente. Véndale los ojos mientras desgarras sus carnes palpitantes; y, después de haber escuchado durante largas horas sus sublimes gritos, semejantes a los penetrantes estertores que lanzan en una batalla las gargantas de los heridos agonizantes, y habiéndote entonces alejado como una avalancha, te precipitarás de la habitación vecina y fingirás acudir en su socorro. Le desatarás las manos, de hinchados nervios y venas, devolverás la vista a sus extraviados ojos, y volverás a lamer sus lágrimas y su sangre. ¡Qué auténtico es entonces el arrepentimiento! La chispa divina que hay en nosotros, y que raras veces aparece, se muestra; ¡demasiado tarde! Cómo se desborda el corazón al poder consolar al inocente a quien se ha hecho daño: «Adolescente, que acabas de sufrir crueles dolores, ¿quién ha podido cometer contra ti este crimen que no sé con qué nombre calificar? ¡Desdichado de ti! ¡Cuánto debes de sufrir! Y si tu madre lo supiera, no estaría más cerca de la muerte, tan aborrecida por los culpables, de lo que yo lo estoy ahora. ¡Ay!, ¿qué son, pues, el bien y el mal? ¿Son una misma cosa, con la que testimoniamos, llenos de rabia, nuestra impotencia y nuestra pasión por alcanzar el infinito, aun por los medios más insensatos? ¿O, ya bien, son dos cosas diferentes? Sí... mejor que sean una misma cosa, pues, si no, ¿qué sería de mí el Día del Juicio? Adolescente, perdóname; es aquel que está delante de tu rostro noble y sagrado quien ha quebrado tus huesos y destrozado las carnes que cuelgan en diferentes lugares de tu cuerpo. ¿Es un delirio de mi razón enferma, o es un instinto secreto que no depende de mis razonamientos, semejante al del águila al desgarrar a su presa, lo que me ha impulsado a cometer este crimen? ¡Y sin embargo, he sufrido tanto como mi víctima! Adolescente, perdóname. Una vez abandonada esta vida pasajera, deseo que permanezcamos abrazados por toda la eternidad, que formemos un solo ser, mi boca pegada a tu boca. Y ni aun de esta manera mi castigo será completo. Entonces tú me lacerarás, sin jamás detenerte, con tus uñas y tus dientes a la vez. Yo adornaré mi cuerpo con perfumadas guirnaldas para ese holocausto expiatorio, y sufriremos los dos: yo, por ser desgarrado; tú, por desgarrarme... mi boca pegada a tu boca. Oh, adolescente de rubios cabellos, de ojos tan dulces, ¿harás ahora lo que yo te aconsejo? Deseo que, aun a tu pesar, lo hagas, y así volverás dichosa a mi conciencia». Tras así haber hablado, habrás hecho daño a un ser humano y, al mismo tiempo, serás amado por él: es la mayor felicidad que pueda concebirse. Más tarde, podrás llevarle al hospital, pues el tullido no podrá ganarse la vida. Te llamarán bueno, y las coronas de laurel y las medallas de oro cubrirán tus pies desnudos y serán esparcidas sobre la gran tumba, de decrépita lápida. Oh, tú, cuyo nombre no deseo escribir sobre esta página que consagra la santidad del crimen: sé que tu perdón fue inmenso como el universo, ¡pero yo sigo existiendo!