¡Que no llegue el día en que Lohengrin y yo nos crucemos por la calle, el uno al lado del otro, sin mirarnos y rozándonos con el codo como dos transeúntes apresurados! ¡Oh, que se me permita huir por siempre lejos de tal suposición! El Eterno ha creado el mundo tal cual es: mostraría mucha cordura si, durante el tiempo estrictamente necesario para romper con un golpe de martillo la cabeza de una mujer, se olvidase de su majestad sideral a fin de revelarnos los misterios en medio de los cuales nuestra existencia se asfixia como un pez en el fondo de una barca. Pero él es grande y noble; se eleva sobre nosotros por el poder de sus concepciones. Si parlamentara con los hombres, toda su vergüenza se reflejaría en su rostro. Pero... ¡miserable de ti!, ¿por qué no te ruborizas? No basta con que el ejército de dolores físicos y morales que nos rodea haya sido dado a luz: el secreto de nuestro harapiento destino no nos es divulgado. Yo lo conozco, al Todopoderoso... y él también debe de conocerme. Si, por azar, caminamos por el mismo sendero, su penetrante mirada me divisa de lejos; toma entonces un camino transversal a efectos de evitar el triple dardo de platino que la naturaleza me concedió por lengua. Me darás pues el gusto, oh Creador, de permitirme explayar mis sentimientos. Manejando las terribles ironías con mano firme y fría, te advierto que mi corazón contendrá las suficientes para atacarte hasta el fin de mi existencia. Golpearé tu carcasa vacía, pero lo haré con tanta fuerza que me comprometo a hacer salir de ella las restantes parcelas de inteligencia que no has querido dar al hombre, pues hacerle igual a ti te habría dado celos, y que habías ocultado descaradamente en tus tripas, bandido artero, como si no hubieras sabido que un día u otro yo iba a descubrirlas con mis ojos siempre abiertos, iba a tomarlas, e iba a compartirlas con mis semejantes. He hecho lo que digo, y, ahora, ya no te temen: tratan contigo de poder a poder. Dame muerte, para que me arrepienta de mi audacia; descubro mi pecho y aguardo con humildad. ¡Apareced, pues, irrisorias envergaduras de castigos eternos, enfáticos despliegues de atributos en exceso elogiados! Ha manifestado su incapacidad para detener la circulación de mi sangre, que de él se mofa. Sin embargo, tengo pruebas de que no vacila en extinguir, en la flor de la edad, el aliento de otros humanos cuando apenas han probado los goces de la vida. Es simplemente atroz, pero, solamente, según la debilidad de mi opinión. He visto al Creador, aguijoneando su inútil crueldad, prender incendios en los que perecían ancianos y niños. No soy yo quien comienza el ataque; es él quien me obliga a hacerlo girar, como un trompo, con mi látigo de cuerdas de acero. ¿No es acaso él mismo quien me abastece de acusaciones en su contra? ¡Jamás agotará mi espantoso verbo! Éste se nutre de las insensatas pesadillas que atormentan mis insomnios. Es a causa de Lohengrin que se ha escrito lo que antecede; volvamos pues a él. En el temor de que se volviese más tarde como los demás hombres, había decidido asesinarlo a puñaladas en cuanto hubiera superado la edad de la inocencia. Pero lo pensé mejor y, sensatamente, abandoné mi resolución a tiempo. No sospecha que su vida estuvo en peligro durante un cuarto de hora. Todo estaba dispuesto, y el puñal había sido comprado. Era un bonito estilete, pues amo la gracia y la elegancia hasta en los instrumentos de muerte; pero era largo y aguzado. Una sola herida en el cuello, atravesando con cuidado una de las arterias carótidas, y creo que habría bastado. Estoy satisfecho con mi conducta: más tarde me habría arrepentido. Así pues, Lohengrin, haz lo que quieras, actúa como te plazca, enciérrame para toda la vida en una oscura prisión, con sólo escorpiones como compañeros de mi cautiverio, o arráncame un ojo hasta que se caiga al suelo: no te haré jamás el menor reproche; soy tuyo, te pertenezco, ya no vivo para mí. El dolor que me causes no podrá compararse a la felicidad de saber que aquel que me hiere, con sus mortíferas manos, se halla bañado por una esencia más divina que la de sus semejantes. Sí, aún es hermoso dar la vida por un ser humano y conservar así la esperanza de que no todos los hombres son malvados, puesto que hay uno que, por fin, ha sabido atraer con fuerza, hacia sí, las recelosas repugnancias de mi amarga simpatía.

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