Lector, es tal vez el odio lo que tú deseas que yo invoque al comienzo de esta obra. ¿Quién te dice que no respirarás, bañado en innumerables voluptuosidades, tantas como desees, por tus orgullosas fosas nasales, amplias y delgadas, volviéndote panza arriba como un tiburón, en el aire negro y hermoso, como si comprendieras la importancia de ese acto y la no menor importancia de tu legítimo apetito, lenta y majestuosamente, sus rojas emanaciones? Te aseguro que alegrarán los dos informes agujeros de tu repelente hocico, oh monstruo, siempre y cuando te apliques antes a respirar tres mil veces seguidas la conciencia maldita del Eterno. Tus fosas nasales, que se habrán dilatado desmesuradamente de inefable satisfacción, de éxtasis inmóvil, no pedirán ya nada mejor al espacio, embalsamado entonces como con perfumes e inciensos, pues se habrán saciado de una completa dicha, como ángeles habitando en la magnificencia y la paz de los agradables cielos.

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