Dando mi paseo cotidiano, cada día pasaba por una calle estrecha; cada día, una delgada muchacha de diez años me seguía, a cierta distancia, respetuosamente, a lo largo de esa calle, mirándome con párpados simpáticos y curiosos. Era alta para su edad, y de esbelto talle. Abundantes cabellos negros, partidos en dos sobre la cabeza, caían en trenzas independientes sobre sus marmóreos hombros. Un día, ella me seguía como de costumbre; de pronto, el musculoso brazo de una mujer de pueblo la agarró por los cabellos, como el torbellino agarra a la hoja, aplicó dos brutales bofetadas sobre una mejilla muda y orgullosa, y volvió a meter en la casa a esa conciencia extraviada. En vano fingía yo no preocuparme: ella no dejaba jamás de acosarme con su presencia inoportuna. Cuando tomaba otra calle para proseguir mi camino, ella se detenía, haciendo un violento esfuerzo sobre sí misma, al término de esa calle estrecha, y no dejaba de mirar hacia adelante, inmóvil como la estatua del silencio, hasta que yo desaparecía. Cierta vez, la muchacha me precedió por la calle y caminó delante de mí. Si yo iba deprisa, para adelantarla, ella casi corría para mantener la distancia igual; pero si yo reducía el paso para que se abriese un intervalo de camino bastante grande entre ella y yo, entonces ella lo reducía también, poniendo en ello toda la gracia de la infancia. Llegada al término de la calle, se volvió lentamente, con objeto de cerrarme el paso. No tuve tiempo de esquivarla, y me encontré frente a su rostro. Tenía los ojos rojos e hinchados. Advertí fácilmente que deseaba hablarme y que no sabía cómo comenzar. Poniéndose súbitamente pálida como un cadáver, me preguntó: «¿Tendría usted la bondad de decirme qué hora es?». Le dije que no llevaba reloj, y me alejé rápidamente. Desde ese día, niña de imaginación inquieta y precoz, no has vuelto a ver, en la calle estrecha, al misterioso joven que golpeaba penosamente, con sus pesadas sandalias, el empedrado de esas tortuosas esquinas. La aparición de ese cometa en llamas no volverá a brillar, como un triste objeto de fanática curiosidad, sobre la fachada de tu decepcionada observación; y pensarás a menudo, demasiado a menudo, tal vez siempre, en aquel que no parecía inquietarse ni por los males ni por los bienes de la presente vida, y que vagaba al azar con un semblante horriblemente muerto, erizados los cabellos, el paso vacilante, y los brazos nadando ciegamente en las irónicas aguas del éter, como buscando en ellas la sanguinolienta presa de la esperanza, sacudida continuamente, a través de las inmensas regiones del espacio, por el implacable quitanieves de la fatalidad. ¡No volverás a verme, y no volveré a verte!... ¿Quién sabe? Quizás esa muchacha no era lo que aparentaba. Tal vez ocultaba, bajo esa ingenua envoltura, una enorme astucia, el peso de dieciocho años, y el encanto del vicio. Se ha visto a mercenarias del amor expatriarse alegremente de las Islas Británicas y cruzar el estrecho. Lucían sus alas, revoloteando en dorados enjambres, ante la luz parisina; y cuando las divisabais, decíais: «Pero si aún son niñas, no tienen más de diez o doce años». En realidad, tenían veinte. ¡Oh!, suponiendo esto, ¡malditos sean los recodos de aquella oscura calle! ¡Horrible, horrible lo que en ella sucede! Creo que su madre la golpeó porque no realizaba su oficio con suficiente destreza. Es posible que fuera sólo una niña, y, entonces, la madre es más culpable todavía. No quiero creer en esta suposición, que no es más que una hipótesis, y prefiero amar, en aquel carácter novelesco, a un alma que se desvela precozmente... ¡Ah!, escucha, muchacha: te conmino a no reaparecer ante mis ojos si vuelvo a pasar alguna vez por la calle estrecha. ¡Podría costarte caro! La sangre y el odio me suben ya a la cabeza, en hirvientes oleadas. ¡Ser yo tan generoso como para amar a mis semejantes! ¡No, no! ¡Lo decidí el día de mi nacimiento! ¡Ellos no me aman! Se verán los mundos destruyéndose, y el granito deslizándose, como un cormorán, sobre la superficie de las olas, antes de que yo toque la mano infame de un ser humano. ¡Atrás, atrás esa mano!... Muchacha, no eres un ángel, y te volverás, en suma, como las demás mujeres. No, no, te lo suplico: no reaparezcas ante mis cejas fruncidas y cruzadas. En un instante de extravío podría tomar tus brazos, retorcerlos como una ropa lavada de la cual se exprime el agua, o romperlos estrepitosamente, como a dos ramas secas, y obligarte luego a comerlos, empleando para ello la fuerza. Podría, tomando tu cabeza entre mis manos, con un aire dulce y acariciador, hundir mis ávidos dedos en los lóbulos de tu inocente cerebro para extraer de allí, con una sonrisa en los labios, una grasa eficaz que lavase mis ojos, doloridos por el eterno insomnio de la vida. Podría, cosiendo tus párpados con una aguja, privarte del espectáculo del universo y situarte en la imposibilidad de encontrar tu camino; y no sería yo quien te serviría de guía. Podría, levantando tu cuerpo virgen con un brazo de hierro, asirte por las piernas, hacerte girar alrededor mío como una honda, concentrar mis fuerzas al describir la última circunferencia, y lanzarte contra un muro. ¡Cada gota de sangre caerá sobre un pecho humano, para aterrar a los hombres y poner ante ellos el ejemplo de mi maldad! Se arrancarán sin tregua jirones y jirones de carne, pero la gota de sangre permanecerá indeleble, en el mismo sitio, y brillará como un diamante. Quédate tranquila, daré a media docena de criados la orden de guardar los venerados restos de tu cuerpo para preservarlos del apetito de los voraces perros. Indudablemente, el cuerpo ha quedado pegado al muro, como una pera madura, y no ha caído a tierra; pero los perros saben dar grandes saltos, si no se los vigila.

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