Al claro de la luna, cerca del mar, en los sitios solitarios del campo, puede verse, estando uno sumido en amargas reflexiones, que todas las cosas asumen formas amarillas, indecisas, fantásticas. La sombra de los árboles, rápida unas veces, lenta otras, corre, va, viene, de distintas formas, aplastándose, pegándose a la tierra. En aquellos tiempos, cuando era yo llevado por las alas de la juventud, eso me hacía soñar, me parecía extraño; ahora, estoy acostumbrado a ello. El viento gime a través de las hojas sus lánguidas notas, y el búho entona su grave lamento, que hace erizar los cabellos de quienes lo escuchan. Entonces, los perros, enfurecidos, rompen sus cadenas, se escapan de las granjas lejanas; corren por la campiña, aquí y allí, presas de la locura. De pronto, se detienen, miran hacia todos lados con una inquietud feroz y los ojos encendidos, y, del mismo modo en que los elefantes, antes de morir, echan en el desierto una última mirada al cielo, elevando desesperadamente su trompa, y dejando caer inertes sus orejas, los perros dejan caer inertes sus orejas, elevan la cabeza, hinchan el terrible cuello, y se ponen a ladrar, por turnos, ya como un niño que grita de hambre, ya como un gato herido en el vientre sobre un tejado, ya como una mujer que va a dar a luz, ya como un moribundo apestado en el hospital, ya como una muchacha que entona una sublime melodía, contra las estrellas del norte, contra las estrellas del este, contra las estrellas del sur, contra las estrellas del oeste; contra la luna; contra las montañas, semejantes en la lejanía a rocas gigantescas, que yacen en la oscuridad; contra el aire frío que aspiran a pleno pulmón y que pone el interior de sus narices rojo, ardiente; contra el silencio de la noche; contra las lechuzas, cuyo vuelo oblicuo roza sus hocicos mientras llevan una rata o una rana en el pico, alimento vivo, dulce para sus pequeñuelos; contra las liebres, que desaparecen en un abrir y cerrar de ojos; contra el ladrón, que se escapa al galope sobre su caballo tras haber cometido un crimen; contra las serpientes que, agitando los brezos, les hacen temblar la piel y rechinar los dientes; contra sus propios ladridos, que les dan miedo; contra los sapos, a los que destrozan de una sola dentellada (¿por qué se han alejado tanto de la ciénaga?); contra los árboles, cuyas hojas, suavemente mecidas, son otros tantos misterios que no comprenden, que quieren descubrir con sus ojos fijos, inteligentes; contra las arañas, suspendidas entre sus largas patas, que trepan a los árboles para salvarse; contra los cuervos que no han hallado nada para comer durante el día, y que regresan al nido con alas fatigadas; contra las rocas de la costa; contra los fuegos que aparecen en los mástiles de navíos invisibles; contra el sordo ruido de las olas; contra los grandes peces que, nadando, muestran su negro lomo y se hunden, luego, en el abismo; y contra el hombre, que los hace esclavos. Después de ello, se ponen a correr nuevamente por la campiña, saltando, con sus patas ensangrentadas, por encima de los fosos, los caminos, los campos, las hierbas y las piedras escarpadas. Diríase que sufren de la rabia, que buscan un vasto estanque para apaciguar su sed. Sus prolongados aullidos aterrorizan a la naturaleza. ¡Ay del viajero rezagado! Los amigos de los cementerios se arrojarán sobre él, le desgarrarán, le devorarán con sus bocas chorreantes de sangre, pues sus colmillos no están dañados. Los animales salvajes, no atreviéndose a acercarse para tomar parte en el banquete de carne, huyen hasta perderse de vista, temblorosos. Después de unas horas, los perros, agotados de tanto correr de aquí para allí, casi muertos, con la lengua fuera de la boca, se arrojan los unos contra los otros, sin saber lo que hacen, y se desgarran en mil pedazos, con una rapidez increíble. No actúan así por crueldad. Cierto día, con los ojos vidriosos, mi madre me dijo: «Cuando estés en tu lecho y escuches los ladridos de los perros en la campiña, ocúltate bajo tus mantas, no te burles de lo que hacen: ellos tienen sed insaciable de infinito, como tú, como yo, como el resto de los humanos de rostro pálido y alargado. Te autorizo, incluso, a colocarte frente a la ventana para contemplar ese espectáculo, que es bastante sublime». Desde entonces, respeto el deseo de la muerta. Yo, como los perros, sufro la necesidad de infinito... ¡y no puedo, no puedo satisfacer esa necesidad! Soy hijo del hombre y de la mujer, según lo que me han dicho. Me sorprende... ¡creía ser más! Por lo demás, ¿qué importa de dónde vengo? Yo, si hubiese dependido de mi voluntad, habría preferido ser antes hijo de la hembra de tiburón, cuyo apetito es amigo de las tempestades, y del tigre, de reconocida crueldad: yo no sería tan malvado. Vosotros, que me miráis, alejaos de mí, pues mi aliento exhala un hálito envenenado. Aún nadie ha visto las verdes arrugas de mi frente, ni los salientes huesos de mi demacrado rostro, parecidos a las espinas de algún gran pez, o a las rocas que cubren las orillas del mar, o a las abruptas montañas alpinas, que a menudo he recorrido, cuando tenía sobre mi cabeza cabellos de otro color. Y cuando merodeo en torno a las viviendas de los hombres, durante las noches tormentosas, con los ojos ardientes, flagelados los cabellos por los vientos de las tempestades, solo como una piedra en medio del camino, cubro mi ajado semblante con un paño de terciopelo, negro como el hollín que ocupa el interior de las chimeneas: no es preciso que los ojos sean testigos de la fealdad que el Ser supremo, con una sonrisa de poderoso odio, puso en mí. Cada mañana, cuando para los demás se levanta el sol, derramando el gozo y el calor salutarios sobre la naturaleza, mientras ninguna de mis facciones se mueve, mirando fijamente un espacio lleno de tinieblas, acuclillado en el fondo de mi amada caverna, en una desesperación que me embriaga como el vino, lacero con mis poderosas manos mi pecho hecho jirones. ¡Y sin embargo, siento que no tengo la rabia! ¡Y sin embargo, siento que no soy el único que sufre! ¡Y sin embargo, siento que respiro! Como un condenado que prueba sus músculos, pensando en la suerte que les espera, y en que pronto subirá al cadalso, de pie, en mi lecho de paja, con los ojos cerrados, giro lentamente mi cuello de derecha a izquierda, de izquierda a derecha, durante horas enteras; y no caigo muerto. De tanto en tanto, cuando mi cuello ya no puede continuar girando en un mismo sentido y se detiene para comenzar a girar en sentido opuesto, miro súbitamente hacia el horizonte, a través de los pocos intersticios dejados por las espesas malezas que cubren la entrada, ¡y no veo nada! Nada... salvo los campos que danzan, en torbellinos, con los árboles y con las largas hileras de aves que atraviesan los aires. Eso perturba mi sangre y mi cerebro... ¿quién me pega, pues, con una barra de hierro en la cabeza, como un martillo golpeando un yunque?

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