Me propongo, sin estar conmovido, declamar a grandes voces la seria y fría estrofa que vais a escuchar. Prestad atención a su contenido, y guardaos de la penosa impresión que de seguro dejará, como una mancha, sobre vuestras turbadas imaginaciones. No creáis que estoy a punto de morir, pues no soy aún un esqueleto y la vejez no se ha pegado a mi frente. Descartemos, en consecuencia, toda idea de comparación con el cisne al momento en que su existencia huye, y no veáis ante vosotros más que a un monstruo, cuyo semblante me alegro que no podáis percibir, aunque es menos horrible que su alma. Sin embargo, no soy un criminal... ¡Basta ya con este tema! No ha pasado mucho tiempo desde que volví a ver el mar y a hollar el puente de los navíos, y mis recuerdos son vívidos como si dataran de ayer. Permaneced no obstante, si es que podéis, tan calmos como yo durante esta lectura que ya me arrepiento de ofreceros, y no os ruboricéis al pensar en lo que el corazón humano es. ¡Oh, pulpo de mirada de seda!, tú, cuya alma es inseparable de la mía; tú, el más hermoso de los habitantes del globo terrestre, que gobiernas un palacio de cuatrocientas ventosas; tú, en quien habitan noblemente, como en su residencia natural, por un común acuerdo de indestructible vínculo, la dulce virtud comunicativa y las gracias divinas, ¿por qué no estás conmigo, tu vientre de mercurio contra mi pecho de aluminio, sentados los dos sobre alguna roca de la orilla, para contemplar este espectáculo que yo adoro?

Viejo océano, de olas de cristal, te pareces proporcionalmente a esas marcas azuladas que se ven en las espaldas magulladas de los grumetes; eres un inmenso moretón sobre el cuerpo de la tierra: me gusta esta comparación. Así, a tu primera vista, un prolongado soplo de tristeza, que parece ser el murmullo de tu suave brisa, pasa, dejando huellas imborrables, sobre el alma profundamente conmovida, y de ese modo les recuerdas a tus amantes, sin que uno se dé siempre cuenta de ello, los rudos orígenes del hombre, en los que trabó conocimiento con el dolor, que ya no le abandona. ¡Yo te saludo, viejo océano!

Viejo océano, tu forma armoniosamente esférica, que alegra el grave semblante de la geometría, me recuerda demasiado a los diminutos ojos del hombre, semejantes a los del jabalí por su pequeñez y a los de las aves nocturnas por la perfección circular de su contorno. No obstante ello, el hombre se ha creído hermoso desde siempre. Yo, en cambio, supongo más bien que el hombre sólo cree en su belleza por amor propio, pero que no es realmente bello y que lo sospecha, pues, ¿por qué, si no, mira el rostro de su semejante con tanto desprecio? ¡Yo te saludo, viejo océano!

Viejo océano, eres el símbolo de la identidad: siempre igual a ti mismo. No varías de un modo esencial, y, si tus olas se enfurecen en algún sitio, más lejos, en alguna otra zona, se hallan en la más completa calma. Tú no eres como el hombre, que se detiene en la calle para observar a dos bulldogs agarrándose por el cuello, pero que no se detiene cuando pasa un entierro; que por la mañana se encuentra accesible, y de mal humor por la tarde; que ríe hoy y llora mañana. ¡Yo te saludo, viejo océano!

Viejo océano, no sería para nada imposible que ocultaras en tu seno futuros beneficios para el hombre. Le has dado ya la ballena. No dejas adivinar fácilmente a los ojos ávidos por las ciencias naturales los mil secretos de tu íntima organización: eres modesto. El hombre, en cambio, se jacta sin cesar, y por cualquier minucia. ¡Yo te saludo, viejo océano!

Viejo océano, las diferentes especies de peces a las que nutres no se han jurado fraternidad entre sí. Cada especie vive por su lado. Los temperamentos y las conformaciones que varían entre cada una de ellas explican, de manera satisfactoria, aquello que en principio no parece más que una anomalía. Así sucede con el hombre, aunque éste no cuenta con los mismos motivos de excusa. Una porción de tierra es ocupada por treinta millones de seres humanos que se creen obligados a no mezclarse en las existencias de sus vecinos, clavados como raíces en la porción de tierra que sigue. Yendo de mayor a menor, cada hombre vive como un salvaje en su cubil, y raramente sale para visitar a su semejante, acuclillado de igual manera en otro cubil. La gran familia universal de los humanos es una utopía digna de la lógica más mediocre. Además, del espectáculo de tus fecundas mamas se desprende la noción de ingratitud, pues uno piensa de inmediato en esos numerosos padres, bastante ingratos con el Creador, que abandonan el fruto de su miserable unión. ¡Yo te saludo, viejo océano!

Viejo océano, tu grandeza material sólo puede compararse con la idea que uno se hace de la potencia activa que ha sido necesaria para engendrar la totalidad de tu masa. No es posible abarcarte de un solo vistazo. Para contemplarte es preciso que la vista gire su telescopio con un movimiento continuo hacia los cuatro puntos del horizonte, del mismo modo en que un matemático, a fin de solucionar una ecuación algebraica, está obligado a examinar por separado los distintos casos posibles antes de resolver la dificultad. El hombre ingiere sustancias nutritivas y hace muchos otros esfuerzos, dignos de una mejor suerte, para parecer corpulento. Que se infle tanto como quiera, esa adorable rana. Puedes estar tranquilo, no te igualará en tamaño; eso supongo, al menos. ¡Yo te saludo, viejo océano!

Viejo océano, tus aguas son amargas. Es exactamente el mismo gusto de la hiel que destila la crítica sobre las bellas artes, sobre la ciencia, sobre todo. Si alguien tiene genio, se le hace pasar por un idiota; si algún otro tiene un cuerpo hermoso, se lo trata de horrible jorobado. Por cierto, es preciso que el hombre sienta con fuerza su imperfección, cuyas tres cuartas partes se deben a sí mismo, para criticarla de ese modo. ¡Yo te saludo, viejo océano!

Viejo océano, los hombres, a pesar de la excelencia de sus métodos, no han llegado todavía, ayudados por los medios de investigación de la ciencia, a medir la vertiginosa profundidad de tus abismos; tienes algunos que las más largas sondas, las más pesadas, han reconocido como inaccesibles. A los peces... a ellos les está permitido; no a los hombres. A menudo me he preguntado qué cosa es más fácil de averiguar: si la profundidad del océano o la profundidad del corazón humano. A menudo, con la mano en la frente, erguido en los navíos, mientras la luna se balanceaba de forma irregular entre los mástiles, me he sorprendido, haciendo abstracción de todo lo que no era el objeto que yo perseguía, esforzándome por resolver ese difícil problema. Sí, ¿cuál es el más profundo, el más impenetrable de los dos: el océano o el corazón humano? Si treinta años de experiencia en la vida pueden, hasta cierto punto, inclinar la balanza hacia una u otra de estas soluciones, me estará permitido decir que, pese a la profundidad del océano, no se puede igualar, en cuanto a la comparación de esta propiedad, con el corazón humano. Me he relacionado con hombres que han sido virtuosos. Morían a los sesenta años, y nadie dejaba de exclamar: «Han hecho el bien sobre la tierra, es decir, han practicado la caridad: eso es todo, no es gran cosa, todos pueden hacer lo mismo». ¿Quién puede comprender por qué dos amantes que se idolatraban la víspera se separan, por una palabra mal interpretada, el uno hacia oriente, el otro hacia occidente, con los aguijones del odio, de la venganza, del amor y de los remordimientos, y ya no se vuelven a ver, cada uno envuelto en su solitario orgullo? Es un milagro que se renueva cada día, y que no por ello es menos milagroso. ¿Quién puede comprender por qué no sólo se saborean las desgracias generales de los semejantes, sino también las particulares de los amigos más queridos, mientras al mismo tiempo se está afligido? Un ejemplo incontestable para cerrar la serie: el hombre dice hipócritamente "sí" y piensa "no". Es por eso que los jabatos de la humanidad se tienen tanta confianza entre sí y no son egoístas. A la psicología aún le queda muchísimo por progresar. ¡Yo te saludo, viejo océano!

Viejo océano, eres tan poderoso que los hombres lo han aprendido a sus propias expensas. Han empleado todos los recursos de su genio, incapaces de dominarte. Han encontrado a su dueño. Digo que han encontrado algo más fuerte que ellos. Ese algo tiene un nombre. Ese nombre es: ¡el océano! El miedo que les inspiras es tal, que te respetan. Pese a ello, haces danzar sus más pesadas máquinas con gracia, elegancia y facilidad. Las haces dar saltos gimnásticos hasta el cielo y admirables zambullidas hasta el fondo de tus dominios: un saltimbanqui sentiría envidia. Bienaventurados son cuando no los envuelves definitivamente entre tus pliegues hirvientes para ir a ver, sin ferrocarril, en tus entrañas acuáticas, cómo se encuentran los peces y, sobre todo, cómo se encuentran ellos mismos. El hombre dice: «Yo soy más inteligente que el océano». Es posible; es, incluso, bastante cierto; pero el océano le es más temible a él que él al océano: esto es algo que no necesita probarse. El patriarca observador, contemporáneo de las primeras épocas de nuestro suspendido globo, sonríe con piedad cuando asiste a los combates navales de las naciones. He ahí un centenar de leviatanes surgidos de las manos de la humanidad. Las órdenes enfáticas de los superiores, los gritos de los heridos, los cañonazos, son los estruendos hechos expresamente para aniquilar algunos segundos. Parece que el drama ha finalizado y que el océano se lo ha echado todo al vientre. Sus fauces son formidables. Y deben de ser grandes hacia abajo, en dirección a lo desconocido. Para coronar por fin la estúpida comedia, que ni siquiera es interesante, se ve, en medio de los aires, una cigüeña, retrasada por la fatiga, que se pone a gritar, sin detener la envergadura de su vuelo: «¡Caramba!... ¡esto no es gracioso! Había ahí abajo varios puntos negros; he cerrado los ojos, y han desaparecido». ¡Yo te saludo, viejo océano!

Viejo océano, oh enorme célibe, cuando piensas en la solemne soledad de tus flemáticos reinos te enorgulleces, con razón, de tu innata magnificencia y de los verídicos elogios que me afano por dedicarte. Balanceado voluptuosamente por los suaves efluvios de tu majestuosa lentitud, que es el más grandioso entre los atributos con los que el poder soberano te ha gratificado, despliegas, en medio de un sombrío misterio, sobre toda tu superficie sublime, con el calmo sentimiento de tu eterno poder, tus incomparables olas. Ellas se siguen paralelamente, separadas por cortos intervalos. Apenas disminuye una, otra va a su encuentro mientras crece, acompañada por el melancólico rumor de la espuma que se funde, para advertirnos que todo es espuma. (Así, los seres humanos, olas vivientes, mueren uno tras otro, de una manera monótona, pero sin producir rumor espumoso.) El ave de paso descansa sobre ellas con confianza y se abandona a sus movimientos, llenos de una altiva gracia, hasta que los huesos de sus alas han recobrado su vigor habitual para continuar con la aérea peregrinación. Quisiera yo que la majestad humana no fuera sino la encarnación del reflejo de la tuya. Pido mucho, y este sincero deseo es glorioso para ti. Tu grandeza moral, imagen del infinito, es inmensa como la reflexión del filósofo, como el amor de la mujer, como la belleza divina del ave, como las meditaciones del poeta. Eres más hermoso que la noche. Respóndeme, océano, ¿quieres ser mi hermano? Muévete con impetuosidad... más... más aún, si quieres que te compare a la venganza de Dios; alarga tus lívidas garras, abriéndote camino sobre tu propio seno... así está bien. Despliega tus espantosas olas, horrible océano que sólo yo comprendo, y ante el cual caigo, prosternado a tus pies. La majestad del hombre es algo prestado: no me impresionará; tú sí. ¡Oh!, cuando avanzas, alta y terrible la cresta, rodeado por tus tortuosos repliegues como si de una corte se tratara, magnético y feroz, haciendo rodar tus ondas las unas sobre las otras, consciente de lo que eres, mientras lanzas, de las profundidades de tu pecho, como abrumado por un intenso remordimiento que no puedo descubrir, ese apagado mugido perpetuo que los hombres tanto temen, incluso cuando te contemplan, a salvo, temblorosos en la orilla, puedo ver que no me corresponde el insigne derecho de llamarme tu igual. Es por ello que, en presencia de tu superioridad, te daría todo mi amor (y nadie sabe la cantidad de amor que contienen mis aspiraciones hacia lo bello) si no me hicieras siempre pensar, dolorosamente, en mis semejantes, que forman contigo el más irónico contraste, la más graciosa antítesis que nunca se haya visto en la creación: yo no puedo amarte, te detesto... ¿Por qué vuelvo entonces a ti, por milésima vez, a tus brazos amigos, que se entreabren para acariciar mi ardiente frente, que ve desaparecer su fiebre a tu solo contacto? No conozco tu oculto destino, mas todo lo que te concierne me interesa. Dime, pues, si eres la morada del Príncipe de las Tinieblas. Dímelo... dímelo, océano (sólo a mí, para no entristecer a aquellos que aún no han conocido más que ilusiones), y dime si es el soplo de Satán lo que origina las tempestades que levantan tus salobres aguas hasta las nubes. Es necesario que me lo digas para que me alegre al saber que el infierno está tan cerca del hombre. Quiero que ésta sea la última estrofa de mi invocación. En consecuencia, una vez más todavía, deseo saludarte y despedirme de ti. Viejo océano, de olas de cristal... Mis ojos de humedecen con abundantes lágrimas, y no tengo la fuerza para proseguir, pues siento que ha llegado el momento de volver a los hombres de aspecto brutal; pero... ¡valor! Hagamos un gran esfuerzo y, con el sentimiento del deber, cumplamos nuestro destino sobre esta tierra. ¡Yo te saludo, viejo océano!

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