He hecho un pacto con la prostitución a fin de sembrar el desorden en las familias. Recuerdo la noche que precedió a esta peligrosa unión. Vi ante mí una tumba. Escuché que una luciérnaga, grande como una casa, me decía: «Yo voy a iluminarte. Lee la inscripción. No es de mí de quien proviene esta orden suprema». Una vasta luz del color de la sangre, ante el aspecto de la cual mis mandíbulas castañetearon y mis brazos cayeron inertes, se esparció por los aires hasta el horizonte. Me apoyé contra un muro en ruinas, pues me iba a caer, y leí: «Aquí yace un adolescente que murió tísico; ya sabéis por qué. No roguéis por él». Muchos hombres no habrían tenido, tal vez, tanto valor como yo. Mientras, una bella mujer desnuda se tendió a mis pies. Yo, a ella, con triste semblante: «Puedes levantarte». Le tendí la mano con la que el fratricida degüella a su hermana. La luciérnaga, a mí: «Toma una piedra y mátala». «¿Por qué?», le dije. Ella, a mí: «Ten cuidado, tú, el más débil, porque yo soy el más fuerte. Ésta se llama Prostitución». Con lágrimas en los ojos, con rabia en el corazón, sentí nacer en mí una fuerza desconocida. Tomé una enorme piedra; después de muchos esfuerzos, la levanté con trabajo hasta la altura de mi pecho; me la cargué al hombro con los brazos. Subí hasta la cima de una montaña; desde allí, aplasté a la luciérnaga. Su cabeza se hundió tanto en la tierra como alto es un hombre; la piedra rebotó hasta la altura de seis iglesias. Fue a caer en un lago, cuyas aguas descendieron un instante, arremolinadas, abriéndose en un inmenso cono invertido. La calma volvió a la superficie; la luz color sangre ya no brillaba. «¡Ay, ay! –exclamó la hermosa mujer desnuda–, ¿qué has hecho?» Yo, a ella: «Te prefiero antes que a la otra, porque me apiado de los desdichados. No es culpa tuya si la justicia eterna te ha creado». Ella, a mí: «Algún día los hombres me harán justicia; no te digo más. Déjame partir para que vaya a ocultar, en el fondo del mar, mi tristeza infinita. Sólo tú y los horribles monstruos que hormiguean en esos negros abismos no me despreciáis. Eres bueno. ¡Adiós, tú, que me has amado!». Yo, a ella: «¡Adiós! Una vez más: ¡adiós! ¡Te amaré siempre!... Desde hoy, abandono la virtud». Por eso, oh pueblos, cuando escuchéis al viento del invierno gemir sobre el mar y en torno a sus orillas, o por encima de las grandes ciudades que, desde hace tiempo, llevan luto por mí, o a través de las frías regiones polares, decid: «No es el espíritu de Dios que pasa; es sólo el suspiro agudo de la Prostitución, unido a los graves gemidos del montevideano». Niños, soy yo quien os lo dice. Entonces, llenos de misericordia, arrodillaos; y que los hombres, más numerosos que los piojos, hagan largas plegarias.

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