¿Dónde quedó aquel primer canto de Maldoror desde que su boca, llena de hojas de belladona, lo dejó escapar, a través de los reinos de la cólera, en un momento de reflexión? ¿Dónde quedó aquel canto?... No se sabe con certeza. Ni los árboles ni los vientos lo han guardado. Y la moral, que pasaba por ese sitio, no presagiando que tenía, en esas páginas incandescentes, un enérgico defensor, lo vio dirigirse, con paso firme y recto, hacia los rincones oscuros y las fibras secretas de las conciencias. Lo que es seguro al menos para la ciencia es que, desde entonces, el hombre, de rostro de sapo, ya no se reconoce a sí mismo y cae con frecuencia en accesos de furor que le hacen asemejarse a una bestia de los bosques. No es suya la culpa. Siempre había creído, con los párpados cerrándose bajo las resedas de la modestia, que sólo estaba compuesto de bien y de una mínima cantidad de mal. Bruscamente le hice notar, descubriendo a plena luz su corazón y sus tramas, que, por el contrario, sólo está compuesto de mal y de una mínima cantidad de bien cuya evaporación los legisladores a duras penas pueden impedir. Querría yo, que nada nuevo le enseño, que no experimentase una vergüenza eterna ante mis amargas verdades; pero la realización de este deseo no sería conforme a las leyes de la naturaleza. En efecto, le arranco la máscara con la que cubre su traicionero semblante siempre cubierto de lodo y hago caer, uno a uno, como bolas de marfil en una vasija de plata, los sublimes embustes con los cuales se engaña a sí mismo: es entonces comprensible que no ordene a la calma imponer las manos sobre su rostro, incluso cuando la razón dispersa las tinieblas del orgullo. A raíz de ello, el héroe que pongo en escena se ha granjeado un odio irreconciliable tras atacar a la humanidad, que se creía invulnerable, por la brecha abierta entre absurdas peroratas filantrópicas, las cuales se amontonan, como granos de avena, en sus libros, cuya comicidad tan ridícula, aunque aburrida, a veces estoy a punto, cuando la razón me abandona, de apreciar. Lo había previsto. No basta con esculpir la estatua de la bondad en la cabecera de los pergaminos que pueblan las bibliotecas. ¡Oh, ser humano!, hete ahora aquí, desnudo como un gusano, en presencia de mi espada de diamante. Abandona tu método: ya no es momento de hacerse el orgulloso; dirijo hacia ti mi ruego en la actitud de la prosternación. Hay alguien que observa los menores movimientos de tu culpable vida; estás envuelto por las sutiles redes de su tenaz perspicacia. No te fíes de él cuando te vuelve la espalda, pues te mira; no te fíes de él cuando cierra los ojos, pues te mira aún. Es difícil suponer que, en cuanto a las artimañas y la maldad, tu temible resolución sea la de sobrepasar al hijo de mi imaginación. Sus menores golpes dan en el blanco. Con algunas precauciones es posible enseñar, a aquel que cree ignorarlo, que los lobos y los bandoleros no se devoran entre sí: tal vez no sea su costumbre. En consecuencia, pon sin miedo entre sus manos el cuidado de tu existencia: él la conducirá de la forma en que sabe hacerlo. No creas en su proclamada intención de corregirte, pues le interesas mediocremente, por no decir menos... y aún no he aproximado a la verdad total la benévola medida de mi verificación. Pero él ama hacerte daño, en la legítima persuasión de que te volverás así tan malvado como él y le acompañarás, cuando la hora llegue, al abierto abismo del infierno. Su lugar está señalado desde hace mucho tiempo, en el sitio donde se divisa una horca de hierro de la cual penden cadenas y grilletes. Cuando el destino allí le lleve, el fúnebre hoyo no habrá jamás degustado una presa más sabrosa, ni él contemplado morada más conveniente. Me parece que hablo de un modo intencionalmente paternal, y que la humanidad no tiene derecho a quejarse.

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