Aquel que no sabe llorar (pues siempre ocultó su sufrimiento en su interior) advirtió que se hallaba en Noruega. En las islas Feroe asistió a la búsqueda de nidos de aves marinas, en las grietas de los picos, y se asombró de que la cuerda de trescientos metros que sujeta al explorador por encima del precipicio fuese elegida de tal solidez. Veía en ello, se diga lo que se diga, un sorprendente ejemplo de la bondad humana, y no daba crédito a sus ojos. Si hubiese tenido él que preparar la cuerda, le habría hecho cortes en varios sitios a fin de que se rompiese y precipitase al cazador al mar. Una noche se dirigió a un cementerio, y los adolescentes que obtienen placer violando los cadáveres de las hermosas mujeres recién fallecidas pudieron, de desearlo, escuchar la siguiente conversación, perdida en el marco de una acción que se desarrollará al mismo tiempo.

–¿No es cierto, sepulturero, que quieres hablar conmigo? Un cachalote asciende poco a poco del fondo del mar y muestra su cabeza por encima de las aguas para contemplar el navío que pasa por esos parajes solitarios. La curiosidad nació con el universo.

–Amigo, me es imposible intercambiar ideas contigo. Hace ya tiempo que los dulces rayos de la luna hacen al mármol de las tumbas brillar. Es ésta la hora silenciosa en la que más de un ser humano sueña con que ve aparecer mujeres encadenadas que arrastran sudarios cubiertos de manchas de sangre como de estrellas un cielo negro. El durmiente lanza gemidos, parecidos a los de un condenado a muerte, hasta que despierta y advierte que la realidad es tres veces peor que el sueño. Debo terminar de cavar esta fosa, con mi infatigable pala, a fin de que esté lista mañana por la mañana. Para hacer un trabajo serio no deben hacerse dos cosas a la vez.

–¡Cree que cavar una fosa es un trabajo serio! ¿Crees que cavar una fosa es un trabajo serio?

–Cuando el pelícano salvaje decide ofrecer su pecho para que lo devoren sus pequeñuelos, no habiendo otro testigo que aquel que supo crear semejante amor a fin de avergonzar a los hombres, aunque el sacrificio sea grande, ese acto se comprende. Cuando un joven ve en brazos de un amigo a una mujer a la que idolatraba, comienza entonces a fumar un cigarro; no sale de su casa, y se une con indisoluble amistad al dolor; ese acto se comprende. Cuando un alumno interno en un instituto es gobernado, durante años que son siglos, de la mañana a la noche y de la noche a la mañana siguiente, por un paria de la civilización que tiene los ojos constantemente fijos en él, siente que tumultuosas oleadas de un vívido odio ascienden, como una espesa humareda, a su cerebro, que parece pronto a estallar. Desde el momento en que le arrojan a esa prisión hasta aquel, ya próximo, en que saldrá de ella, una intensa fiebre pone amarillo su semblante y hace que sus cejas se acerquen y que sus ojos se hundan en sus órbitas. Por la noche reflexiona, pues no desea dormir. Durante el día su pensamiento se lanza por encima de los muros de esa mansión de embrutecimiento, hasta el momento en que escapa, o en que le expulsan, como a un apestado, de ese claustro eterno; ese acto se comprende. Cavar una fosa supera, a menudo, las fuerzas de la naturaleza. ¿Cómo quieres, forastero, que la pala remueva esta tierra, que primero nos nutre y luego nos proporciona un cómodo lecho, protegido del viento invernal que sopla con furia en estas frías comarcas, cuando aquel que sostiene la pala con temblorosas manos, después de haber palpado convulsivamente, durante toda la jornada, las mejillas de los antiguos vivos que regresan a su reino, ve por la noche, ante sí, escrito en letras de fuego sobre cada cruz de madera, el enunciado del pavoroso problema que la humanidad aún no ha podido resolver: la mortalidad o la inmortalidad del alma? Por el creador del universo siempre he conservado mi amor, pero, si, tras la muerte, no debemos ya existir, ¿por qué veo, la mayoría de las noches, a cada tumba abrirse y a sus moradores levantar suavemente la plomiza cubierta para respirar el aire fresco?

–Detén tu trabajo. La emoción te quita las fuerzas y pareces débil como una caña: sería una locura proseguir. Yo soy fuerte; tomaré tu lugar. Hazte a un lado, me darás consejos si no lo hago bien.

–¡Qué musculosos son sus brazos, y cómo complace verle cavar la tierra con tanta facilidad!

–No debes permitir que una inútil duda atormente tu pensamiento: todas estas tumbas, que están esparcidas en un cementerio como flores en un prado, comparación que no es veraz, son dignas de ser medidas con el sereno compás del filósofo. Las alucinaciones peligrosas pueden presentarse de día; pero, sobre todo, se presentan de noche. En consecuencia, que no te extrañen las fantásticas visiones que tus ojos parecen percibir. Durante el día, cuando el espíritu está en reposo, interroga tu conciencia: ella te dirá, con seguridad, que el Dios que ha creado al hombre con una parcela de su propia inteligencia posee una bondad sin límites y acogerá, después de la muerte terrenal, esa obra maestra en su seno. Sepulturero, ¿por qué lloras? ¿Por qué esas lágrimas, parecidas a las de una mujer? Recuérdalo bien: estamos en este desmantelado navío para sufrir. Es un mérito, para el hombre, que Dios le haya juzgado capaz de vencer sus más graves sufrimientos. Habla, y, puesto que, según tus más caros deseos, no deberíamos sufrir, di, si es que tu lengua está hecha como la de los demás hombres, en qué consistiría entonces la virtud, ideal que todos se esfuerzan por alcanzar.

–¿Dónde estoy? ¿Habré cambiado de carácter? Siento un potente soplo de consuelo que roza mi frente serenada, así como la brisa de la primavera reaviva la esperanza de los ancianos. ¿Quién es ese hombre cuyo lenguaje sublime ha dicho cosas que jamás habría pronunciado un recién llegado? ¡Qué musical belleza hay en la incomparable melodía de su voz! Prefiero oírle hablar a él que oír cantar a otros. Sin embargo, cuanto más le observo menos franco me parece su semblante. Su expresión general contrasta singularmente con esas palabras que sólo el amor de Dios pudo haber inspirado. Su frente, surcada por algunas arrugas, está marcada por un estigma indeleble. Y ese estigma, que le ha envejecido antes de tiempo, ¿es honroso o es infamante? ¿Deben sus arrugas ser miradas con veneración? Lo ignoro, y temo saberlo. Aunque diga lo contrario a lo que piensa, creo, sin embargo, que tiene motivos para actuar como lo ha hecho, excitado por los restos harapientos de una caridad en él destruida. Está absorto en meditaciones que me son desconocidas, y redobla su actividad en un arduo trabajo que no está habituado a realizar. El sudor humedece su piel; él no lo advierte. Su visión es más triste que los sentimientos que inspira la de un niño en su cuna. ¡Oh, qué sombrío es!... ¿De dónde vienes? Forastero, permite que te toque y que mis manos, que raramente estrechan las de los vivos, se impongan sobre la nobleza de tu cuerpo. Pase lo que pase, sabré a qué atenerme. Esos cabellos son los más hermosos que he tocado en mi vida. ¿Y quién sería lo bastante audaz para decir que no conozco yo la calidad de los cabellos?

–¿Qué quieres de mí mientras estoy cavando una tumba? El león no desea que lo molesten mientras se alimenta. Si no lo sabes, te lo digo. Vamos, apresúrate; lleva a cabo eso que deseas realizar.

–Eso que se estremece a mi contacto, y que me hace estremecer también a mí, es carne, no cabe duda. Es cierto... ¡no estoy soñando! ¿Quién eres pues, tú, que te inclinas para cavar una tumba mientras yo, como un perezoso que come el pan de los otros, no hago nada? Es ésta la hora de dormir, o de sacrificar el reposo a la ciencia. En cualquier caso, nadie se encuentra fuera de su casa, y todos cuidan de no dejar la puerta abierta, para impedir la entrada de ladrones. Se encierran en su habitación, lo mejor que pueden, mientras las cenizas de la vieja chimenea saben aún caldear la sala con un resto de calor. Tú no haces como los demás; tus ropas indican que eres un habitante de algún país lejano.

–Aunque no estoy fatigado, es inútil hacer más profunda la fosa. Ahora, desnúdame; luego, me meterás dentro de ella.

–La conversación que ambos mantenemos es, desde hace unos instantes, tan extraña que no sé qué responder... Creo que intenta burlarse.

–Sí, sí, es cierto, quería burlarme; no prestes más atención a lo que he dicho.

¡Se ha desplomado, y el sepulturero se apresura a sostenerle!

–¿Qué te pasa?

–Sí, sí, es cierto, he mentido... estaba exhausto cuando dejé la pala... Es la primera vez que realizo este trabajo... No prestes más atención a lo que he dicho.

–Mi opinión gana cada vez más consistencia: es alguien que sufre espantosas pesadumbres. Que el cielo aparte de mí la idea de interrogarle. Prefiero permanecer en la incertidumbre, tanta compasión me inspira. Además, él no querría responderme, eso es indudable: abrir su corazón en ese anormal estado sería sufrir dos veces.

–Déjame salir de este cementerio; continuaré mi camino.

–Tus piernas no te sostienen ya; te extraviarías al caminar. Mi deber es el de ofrecerte un rústico lecho: no tengo otro. Ten confianza en mí, pues la hospitalidad no exigirá la violación de tus secretos.

–Oh, piojo venerable, tú cuyo cuerpo está desprovisto de elitros, un día me reprochaste con acritud que no apreciaba lo suficiente tu sublime inteligencia, la cual no se deja leer; quizás tuvieras razón, pues ni siquiera a éste le estoy agradecido. Fanal de Maldoror, ¿a dónde guías sus pasos?

–A mi casa. Ya seas un criminal que no ha tomado la precaución de lavar su mano derecha con jabón tras haber cometido una fechoría, y que es así fácil de reconocer por la inspección de dicha mano, o un hermano que ha perdido a su hermana, o algún monarca desposeído que huye de sus reinos, mi palacio, verdaderamente grandioso, es digno de recibirte. No ha sido construido con diamantes y piedras preciosas, pues no es sino una pobre choza mal acabada, pero esta choza célebre tiene un pasado histórico que el presente renueva y continúa sin cesar. Si ella pudiese hablar, te asombraría, a ti, que me parece que no te asombras por nada. ¡Cuántas veces, junto con ella, he visto desfilar, ante mí, ataúdes funerarios que contenían huesos pronto más carcomidos que los costados de la puerta contra la cual me apoyaba! Mis innumerables súbditos aumentan cada día. No necesito realizar, en períodos fijos, censo alguno para advertirlo. Aquí es como entre los vivos: cada uno paga un impuesto proporcional a la riqueza de la morada que ha elegido; y si algún avaro se negase a pagar la parte que le corresponde, tengo orden, advirtiéndole personalmente, de proceder como los ujieres: no faltan chacales y buitres deseosos de tener una buena comida. He visto alinearse, bajo las banderas de la muerte, a aquel que fue bello, a aquel que, tras su vida, no se ha afeado; al hombre, a la mujer, al mendigo, a los hijos de los reyes; a las ilusiones de la juventud, a los esqueletos de la vejez; al talento, a la locura; a la pereza, a su contrario; a aquel que fue falso, a aquel que fue veraz; a la máscara del orgulloso, a la modestia del humilde; al vicio coronado de flores, y a la inocencia traicionada.

–No, ciertamente, no rechazo tu camastro, que es digno de mí, hasta que llegue la aurora, que ya no tardará. Te agradezco tu benevolencia... Sepulturero, es hermoso contemplar las ruinas de las ciudades; pero más hermoso aún es contemplar las ruinas de los humanos.

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