Es medianoche; no se ve ya un solo ómnibus de la Bastilla a la Madeleine. Me engaño: he aquí uno que aparece súbitamente, como si surgiese de las profundidades de la tierra. Los pocos transeúntes rezagados lo observan atentamente, pues no parece asemejarse a ningún otro. Van sentados en la imperial hombres que tienen sus ojos inmóviles como los de un pez muerto. Se apretujan unos contra otros, y parecen haber perdido la vida; por lo demás, no superan el número reglamentario. Cuando el cochero da un latigazo a sus caballos, se diría que es el látigo el que mueve a su brazo, y no su brazo al látigo. ¿Qué significa este conjunto de seres mudos y extraños? ¿Son habitantes de la luna? Hay momentos en los que uno siente la tentación de creerlo; pero se asemejan más bien a cadáveres. El ómnibus, apresurado por llegar a la última estación, devora el espacio y hace crujir el empedrado... ¡Huye!... Pero una masa informe lo persigue con empeño, siguiendo sus huellas, en medio del polvo. «Deteneos, os lo suplico; deteneos... Mis piernas están hinchadas de haber caminado tanto durante el día... no he comido desde ayer... mis padres me han abandonado... ya no sé qué hacer... estoy decidido a volver a casa, y llegaría a ella pronto si me hicierais un lugar... soy un pequeño niño de ocho años, y confío en vosotros...» ¡Huye!... ¡Huye!... Pero una masa informe lo persigue con empeño, siguiendo sus huellas, en medio del polvo. Uno de los hombres, de fría mirada, da un codazo a su vecino y parece expresarle así su descontento por esos gemidos, de timbre argentino, que llegan hasta sus oídos. El otro baja la cabeza de modo imperceptible, a manera de asentimiento, y se vuelve a sumergir luego en la inmovilidad de su egoísmo, como una tortuga en su caparazón. Todo indica, en los rasgos de los demás pasajeros, sentimientos idénticos a los de esos dos primeros. Los gritos se dejan escuchar, todavía, durante dos o tres minutos, más penetrantes a cada segundo. Se ven ventanas abriéndose al bulevar, y una figura asustada, con una luz en la mano, cierra de nuevo, tras haber arrojado una mirada a la calzada, los postigos con violencia, para ya no reaparecer. ¡Huye!... ¡Huye!... Pero una masa informe lo persigue con empeño, siguiendo sus huellas, en medio del polvo. Sólo un joven, sumido en ensoñaciones, en medio de esos personajes de piedra, parece sentir piedad por el infeliz. No se atreve a levantar la voz en favor del niño, que creer poder alcanzarlos con sus piernas doloridas, pues los demás hombres le lanzan miradas de desprecio y autoridad, y sabe que nada puede hacer contra todos. Con los codos apoyados sobre sus rodillas, y la cabeza entre sus manos, se pregunta, estupefacto, si es realmente eso lo que llaman la caridad humana. Reconoce entonces que aquello no es más que una vana palabra, que ya ni siquiera se halla en el diccionario de la poesía, y admite con franqueza su error. Se dice: «En efecto, ¿por qué interesarse en un pequeño niño? Dejémosle de lado». Sin embargo, una lágrima ardiente ha rodado por la mejilla de este adolescente, que acaba de blasfemar. Se pasa, con pesar, la mano por la frente, como para aplastar una nube cuya opacidad oscurece su inteligencia. Se debate, aunque en vano, en el siglo a cuya penumbra ha sido arrojado; siente que no se encuentra en el lugar que le corresponde, y que, sin embargo, no puede salir de allí. ¡Terrible prisión! ¡Horrenda fatalidad! ¡Lombano, estoy satisfecho de ti desde ese día! No dejaba de observarte, mientras mi semblante exhalaba la misma indiferencia que el de los demás pasajeros. El adolescente se levanta, en un arrebato de indignación, y quiere retirarse para no participar, ni siquiera involuntariamente, en una mala acción. Le hago una seña y vuelve a mi lado. ¡Huye!... ¡Huye!... Pero una masa informe lo persigue con empeño, siguiendo sus huellas, en medio del polvo. Los gritos cesan repentinamente, pues el niño se ha golpeado el pie contra un adoquín levantado y, al caer, se ha hecho una herida en la cabeza. El ómnibus ha desaparecido en el horizonte, y ya no se ve más que la calle silenciosa... ¡Huye!... ¡Huye!... Pero una masa informe ya no lo persigue con empeño, siguiendo sus huellas, en medio del polvo. Ved a ese trapero que pasa, inclinado sobre su mortecina linterna: hay más corazón en él que en todos sus semejantes del ómnibus. Acaba de recoger al niño; tened por seguro que le curará y que no le abandonará como han hecho sus padres. ¡Huye!... ¡Huye!... Pero, desde el sitio donde se halla, la aguda mirada del trapero lo persigue con empeño, siguiendo sus huellas, en medio del polvo... ¡Raza estúpida e idiota, te arrepentirás de comportarte así! Soy yo quien te lo dice. ¡Te arrepentirás de ello, sí!... te arrepentirás. Mi poesía sólo consistirá en atacar, por todos los medios, al hombre, esa bestia salvaje, y al Creador, que no hubiera debido engendrar semejante basura. Los volúmenes se apilarán sobre los volúmenes, hasta el final de mi vida, y, no obstante, no se encontrará en ellos nada más que esta única idea, siempre presente en mi conciencia.

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